
Es agosto y no dejo de pensar en la inflación galopante, en el exceso de calor, en la posibilidad de una tercera guerra mundial, en cómo saldré adelante en el panorama de crisis horrible que parece acecharnos a partir de otoño…en conjunto, señales de debilidad, de vejez que, si bien todavía oculta, parece acecharme ya.
Llegados a este punto, da la sensación que el único alivio (diría que hay otros: trasnochar y beber mucho más de la cuenta con amigotes, parapetarse en los encantos complacientes de mujeres a ser posible jóvenes y hermosas…pero decirlo sería quedar mal ante el casposo puritanismo castrador que las feminazis y los progres de pacotilla están imponiendo en la sociedad y acabaría teniendo que aguantar a un montón de niñatas estúpidas llamándome machista y facha, cosa que no me importa demasiado, pero me aburre sobremanera) es rememorar vacaciones pasadas. Los veranos de los tiempos heroicos. Este es el origen exacto de ese personaje de ficción que podemos asimilar al Abuelo Cebolleta (algunos más modernos caracterizados por la falta de cultura y conocimiento de ciertas generaciones y su excesiva vinculación a los productos televisivos americanos preferirían citar al Abuelo Simpson) y sus chapas interminables.


Y, sí…incontinenti y en plan Abuelo Cebolleta (nótese el guiño coloquial a las nuevas generaciones) pasaré a enumerar. Tranquilos, solo a enumerar, algunos hitos veraniegos de aquellos tiempos heroicos.
Como aquella vez que a los dieciocho años una novia de la época trató de ahogarme en la playa de Covas de Vivero, en Lugo, un turbio amanecer. O, cuando ese mismo verano, pagué a un lugareño de Somiedo (Asturias) para que me guiara por las montañas con la intención de localizar y fotografiar un oso y cuando este apareció de pronto entre unos árboles al borde de un claro, el tipo salió corriendo gritando “¡el oso, el oso!” y me dejó tirado ante el peligro. Afortunadamente el plantígrado estaba de buen humor y era un cachondo: hizo su parte en el número levantándose y rugiendo, pero sin atacar, logré fotografiarle dominando los nervios (aunque no tanto como para acordarme de quitar la tapa del objetivo) y siguió camino. Cuando regresé al pueblo, ya me daban por muerto y hasta habían avisado a la Guardia Civil.
O aquel otro verano, también en Asturias, cuando alquilé una cabaña en los Picos de Europa para practicar en secreto y con tranquilidad la alquimia y acabó estallando e incendiándose, lo que no salió barato; si bien acabó pagando cierta señora que estaba convencida que podría obtener la Piedra Filosofal para convertir plomo en oro y hacerla millonaria…
O aquel otro, ya más mayorcito, cerca de los veinticinco, cuando ayudado por Jane, una chica inglesa con la que vivía en Cádiz (y que, a pesar de ser inglesa era guapa, educada, limpia, abstemia y muy simpática), me dediqué a buscar Tartessos por las marismas del Guadalquivir a bordo de un Ebro Comando de sexta o séptima mano que conducía ella sin acabar a acostumbrarse a hacerlo por el lado correcto, llamando la atención de cierto clan gitano convencido de que nuestras idas y venidas tenían que ver con la búsqueda de un tesoro. Desde entonces nos vigilaban siempre de lejos, nos acosaban y hasta tuvimos que pactar un hipotético reparto de la fortuna a encontrar para conseguir que nos ayudaran en nuestras pesquisas (y, sobre todo, en los gastos y el acarreo de equipo).

O…en fin: los veranos de los tiempos heroicos. No quiero aburrir más al lector.
© Fernando Busto de la Vega.
Curiosa combinación de imágenes, Ebro comando, yayos, chica calendario….y bizarramente intrigantes.
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