
Hablábamos en la entrada anterior de la parte más trascendente del ritual primaveral (solo tardíamente cristiano) especificado en el caso de Aragón la prevalencia casi absoluta del tambor con todas sus derivadas espirituales, culturales y artísticas. Pero eso solo es una parte del rito.
La liturgia (y utilizo este vocablo más allá del contexto propiamente eclesiástico, extendiéndolo a toda la inabarcable naturaleza de los usos de Semana Santa inextricablemente unidos a lo social, lo familiar y lo afectivo) que nos ocupa, que vivimos intensamente y que tan radicalmente nos define y nos oculta (es difícil que un extranjero llegue a comprenderla) ante el mundo y ante nosotros mismos y que se extiende desde el refranero y las costumbres de tinte frívolo relacionadas con la apariencia y el buen vestir (“quien no estrena en Ramos, pierde la mano”) al reencuentro con familiares y amigos en un ambiente menos tenso que en Navidad, después de todo los encuentros y reuniones tienen lugar preferentemente en la calle y con el tiempo tasado a causa de todas las procesiones que hay que ver (y como suele haber varias a la vez es sencillo ir en otra dirección que los familiares y amigos encontrados al azar librándose así fácilmente de los compromisos indeseados) y templos y pasos que deben visitarse.
Como suele suceder en España, y no es dato baladí, ya hablábamos al respecto cuando tratábamos hace unos meses sobre los cócteles españoles, la liturgia a la que aludimos es pública, externa, callejera, gregaria y extremadamente social y familiar. Además, incluye una acusada faceta culinaria y gastronómica, desde las recetas de Cuaresma de nuestras abuelas, que seguimos preparando y deglutiendo con fruición, aunque nuestras creencias y tabúes ya no sean los mismos, a los aperitivos tomados en las terrazas o en los bares cercanos a las iglesias que acogen la salida o entrada de tal o cual cofradía. Algunos de mis más antiguos recuerdos tienen que ver con las bolas de bacalao que tomábamos en un bar situado frente a la iglesia de San Pablo cuando íbamos a ver la salida de la Cofradía del Silencio o los piscolabis de Domingo de Ramos en la plaza de La Seo o el Casino Mercantil. También los batidos de chocolate calientes en las frías madrugadas de Jueves Santo en Los Siete Enanitos, bar ya olvidado que se encontraba en la calle Santa Isabel, paralela a la de Manifestación y cercana a la neurálgica plaza de San Cayetano.

Todo eso, naturalmente, pasó. Estoy hablando de una infancia que se antoja ya otra vida y de la que solo quedan recuerdos vagos y nostalgia profunda. El ritual también nos enseña a nuestro pesar esta faceta de la fugacidad de la vida. Pondré un ejemplo que me sucedió ayer mismo. Una amiga de mi madre solía procesionar vestida de manola detrás de cierto paso. Siempre que veía a mi madre la saludaba y se sonreían. Con el tiempo su hija comenzó a acompañarla en la procesión del mismo modo que yo acompañaba a mi madre. Ayer nuestras miradas se cruzaron en silencio. Ella, con su mantilla y su vestido negro, caminaba sola, yo contemplaba la procesión desde la acera, también solo. El rito permanece, el tiempo nos lo arrebata todo. Esa es la profunda enseñanza de las liturgias cíclicas y anuales. Recordando el viejo romance: “aquí me nacieron barbas y aquí me encanecían”…
Pero no nos dejemos ganar por la tristeza y volvamos al aspecto lúdico de la fiesta (puede ser religiosa y solemne, pero no deja de ser una fiesta).
Yo concluí la etapa carnavalesca del año el Domingo de Ramos por la mañana sacando a hombros y con paso procesional (se hacía la remolona) de la cama a una preciosa rubita de veinte años y grandes ojos azules a la que conduje directamente a la ducha mientras reía, se quejaba y pataleaba, para que no perdiera el tren que la iba a llevar a la playa y no me hiciera llegar tarde a las primeras procesiones de la jornada. Tuve la gentileza algo forzada de invitarla a desayunar en una cafetería cercana a mi casa y la empaqueté rápidamente en un taxi. Añadiré que desde que está en la playa no he sabido nada de ella…de modo, cariño, que si lees esto…¡bah, no me llames, ya nos veremos un fin de semana cualquiera en abril!

Y, a partir de ahí, me zambullí en el rito, en la liturgia, en los tambores, en los aperitivos, en los pasos, en las cañas con amigos, en las chocolatadas matutinas…en una absoluta felicidad con momentos agridulces cuando llegan las inevitables confrontaciones con el pasado. Y me veo en la obligación moral de citar a algunas de las mujeres que más han contribuido a mi felicidad estos días en las mañanas libres de procesiones y, en parte, cargadas de obligaciones. ¡Esas torrijas directamente bajadas del cielo de mi amiga Ana! ¡Ese fullatre de Remolinos, pueblo que debe caer cerca del paraíso, de mi amiga Isabel! ¡Ese bizcocho de naranja casi sobrenatural de mi amiga Puri!…Y, claro, esas charlas sobre Mozart y las dificultades de cantar su Requiem con mi amiga Marisa, excelente soprano que anda preparándolo para un concierto cercano en el Auditorio…¿Quién no puede considerarse feliz en semejante compañía? Risas y manjares para pasar el día. Nada mejor una vez concluida la etapa carnavalesca del año y antes de comenzar la alocadamente primaveral.
© Fernando Busto de la Vega.