
Paul Morphy (1837-1884) se consideraba un gran pecador por jugar al ajedrez y, de hecho, a su regreso a su Nueva Orleans natal, después de arrasar en América y Europa como jugador, se retiró para no volver a incurrir jamás en el vicio ajedrecístico. Corría el año 1859 y el campeón aún no había cumplido los veintitrés años. Ahora esa mentalidad nos parece un exceso de puritanismo.
De hecho, mi padre me enseñó a jugar al ajedrez (y a boxear) al cumplir los cuatro años, y lo hizo considerando que estaba cultivando mi cerebro, mi inteligencia y mis valores morales. Pero ¿y si estaba equivocado?
Durante mucho tiempo el concepto ajedrecístico que más me fascinaba era el de zeinot: esa situación progresivamente desesperada en el que el tiempo se acaba y el jugador debe economizarlo para lograr llevar a cabo su propósito, todos los movimientos previstos y que necesita para alcanzar su objetivo. Perfecta metáfora de la vida en general y de muchos de sus momentos en particular. Aunque eso era antes, ahora me desprecio por haber sido tan pretencioso y pedante. Las nuevas generaciones, o algunos de sus miembros, han traído prácticas nuevas y nuevas fascinaciones al adocenado mundo del ajedrez.
Hablo, naturalmente, del joven Hans Niemann (19 años) y las acusaciones vertidas contra él después de haber derrotado al campeón mundial Magnus Carlsen (32 años). Al parecer, y según se dice, el californiano, se introduce en el ano unos aparatitos vibratorios a través de los cuales, quizá mediante código morse, sus cómplices le chivan los mejores movimientos después de haberlos consultado en una computadora.
Obviamente, después de saber esto, deseo ver una partida de ajedrez protagonizada por esta emergente figura y que el plano televisivo se fije constantemente en su rostro. Debe ser de lo más revelador e interesante verle interpretar los mensajes de sus cómplices mientras le vibra el culo en morse tratando en todo momento de no dejarlo traslucir… y, quien sabe, quizá luchando contra un placer culpable.
Más aún: vivo fascinado con la idea del ajedrez vibratorio. Aunque, si he de ser sincero, me agradaría más en versión femenina y nudista.

Y también podría ser un buen formato televisivo: a los concursantes se les introducirían estos elementos vibratorios en el ojo (u ojete) de la retaguardia, se les harían preguntas difíciles y se permitiría a su equipo consultarlas vía internet para transmitírselas mediante código morse expresado en vibración que el concursante debería interpretar. Estoy convencido de que sería un éxito.
Todo esto me recuerda, en todo caso, una historia que me contó en cierta ocasión alguien que trabajaba como funcionario de prisiones.
Existía la sospecha de que uno de los internos escondía en su celda un teléfono móvil, pero por más que la registraban no lograban encontrar su escondite. Hasta que un día, en medio de uno de los habituales registros, alguien le llamó y el culo empezó a sonarle y vibrarle al ritmo de la Primavera de Vivaldi. El recluso, impertérrito, mientras los funcionarios le miraban con ironía, explicó que le había sentado mal la comida y que aquello que sonaba y vibraba eran sus tripas en trance de tránsito intestinal irreversible. No coló la excusa.
Y no quiero seguir… empezaría a desbarrar.
(Porque estoy recordando a una antigua amiga que se entretenía en ponerse peta zetas en el… para…y, claro…no quiero ir por ahí) Silencio.
© Fernando Busto de la Vega.