Uno de mis amigos católicos se sorprendía no hace demasiados días cuando, charlando sobre lo humano, pero sobre todo sobre lo divino, le mostraba mi poca simpatía por el concilio Vaticano II y abogaba por desandar la mayor parte de sus caminos.
—No entiendo—me decía—como siendo tú un pagano seguidor de Zeus-Ahura Mazda, el Sol Invicto, Anahita y los demás dioses y diosas, negando la necesidad de salvación del ser humano y afirmando en cambio su posibilidad de convertirse en dios si ejerce en grado sumo las virtudes, te preocupes de lo que hacen o dejan de hacer los católicos.
—Como seguidor del Recto Orden—le respondí— soy también defensor de que todas las opiniones religiosas, no las sectas supersticiosas, acercan a la divinidad y deben preocupar a todos los espíritus religiosos y tengo entre mis obligaciones morales la caza y destrucción de demonios. Por lo tanto, es lógico que me preocupe del catolicismo, aunque no considere a Jesús mi salvador.
Y pasé a explicarle dos cosas.
La primera que el Vaticano II fue una imposición de los Estados Unidos, que habían ganado la II Guerra Mundial y establecido un orden colonial en Europa occidental. Un orden al que también los católicos debían reducirse. En ese sentido, el llamado aggiornamento propugnado por el Vaticano II no fue otra cosa que la adaptación del cristianismo heredado de Roma, y por lo tanto de la ortodoxia imperial, a los preceptos de los protestantes y masones que manejan Washington.
Teniendo en cuenta que a pesar de su condición de secta, el catolicismo, dentro de todo el cristianismo, es la única procedente de la autoridad imperial y que los emperadores de Roma eran depositarios de la autoridad religiosa, debe considerarse la expresión más pura y estricta de su vía doctrinal siendo todas las herejías protestantes sectas ilegítimas y contrarias a la verdad espiritual y, por lo tanto, dignas de ser perseguidas y exterminadas. En ese contexto, que protestantes y masones impongan sus usos, costumbres y pensamientos al catolicismo en lugar de abandonar sus cismas y aceptar la tradición imperial y, por lo tanto, más próxima a la Verdad y el Orden, solo puede ser conceptuado como una abominación, algo aberrante y sucio, un anatema repugnante que mancha y deteriora dicha tradición y que, por lo tanto, ni desde el catolicismo, ni desde el paganismo ni desde el Recto Orden se debe aceptar.
En consecuencia es preciso desandar ese camino nefando.
Los católicos están lejos de la Verdad, pero masones y protestantes son servidores del mal, de los demonios.
Y ahí se produce uno de los actos más aberrantes del aggiornamento. Comprendo que al individuo moderno, alejado de lo sagrado y de la verdadera naturaleza de la religión, lo que voy a explicar le resulte indiferente por pura ignorancia, pero entre sabios y entendidos no debe pasarse por alto.
Tradicionalmente, como en el paganismo, el sacerdote católico rezaba a la cabeza de su comunidad a este lado del altar y frente a la divinidad. El Vaticano II cambió eso. Colocó al sacerdote de frente a la comunidad y al otro lado del altar, exactamente en el lugar de la divinidad y dándole la espalda. Esto es un acto contrario a la religión y al respeto debido porque detrás del crucifijo está Zeus-Ahura Mazda…o estaba, con los sacerdotes ocupando su lugar solo los demonios se acercarán ahora al altar. Y eso debe cambiar.
Sé que pocos entenderéis lo que digo, pero es necesario decirlo.
© Fernando Busto de la Vega.