
Cada época engendra sus propios tipos populares que después pasan al olvido sin pena ni gloria (¿alguien se acuerda hoy del magnate de yuguillo de los tangos, del gomoso de los años veinte o del pasota de los setenta?) y es obligación del escritor estar alerta para detectar y, llegado el caso, utilizar, este acerbo popular y costumbrista en sus obras, que no necesariamente tienen que ser populares y costumbristas.
Esta década que transitamos va dejando ya un reguero de tipos populares (en su mayor parte ridículos y patéticos) que la definen y hacen temer, y mucho, por el porvenir de las nuevas generaciones. Algún día nos ocuparemos de los mendrugos y menguados que usan calzoncillos debajo del bañador (cosa que no hacían ni los adolescentes gordos y tímidos vinculados al Opus de los años más pacatos de la denostada dictadura franquista), pero hoy no.
Hoy quiero parar mientes en un tipo mucho más contradictorio y divertido que no deja de llamarme la atención desde que ha comenzado el verano: las chicas, algunas casi niñas, que van por ahí medio desnudas (culotes ceñidos que ilustran elocuentemente sobre la geografía íntima, mínimos tops…u otras combinaciones igualmente descocadas) y con cara de pocos amigos.
Mujeres ligeras de ropa en verano las ha habido siempre. Y todas solían estar de buen humor, se atenían al ibérico dicho de “el que enseña, cristiano y el que mira, marrano” y si algún salido se las quedaba mirando impúdicamente o incluso llevaba su extravío a meneársela conspicuamente, se reían de él y lo expulsaban, si llegaba el caso, a pedradas. No pasaba nada. Tener calor era natural, mostrar el cuerpo, también. El deseo, por supuesto. Uno, en la playa o en la piscina, podía mantener conversaciones con amigas o compañeras de trabajo a las que se encontraba casualmente, estando en bañador y ellas en biquini, en topless o, en casos extremos, en cueros. No pasaba nada. Si a uno se les escapaba un ojo, a veces estás hablando y el muy ladino, sin tu permiso, hace de su capa un sayo, tampoco pasaba nada: había buen humor. Como mucho podías sufrir un comentario taxativo y sarcástico que contrarrestabas con uno admirativo. Pero quedaba todo dentro de la naturalidad y la normalidad.
Ahora, en cambio, las chicas (que en su mayor parte han renunciado al topless y no digamos ya al nudismo, lo que no significa que no se hagan selfies en cueros y los vayan distribuyendo por ahí) prescinden de la ropa no para estar más frescas o lucir palmito, sino como retar al patriarcado y a los machirulos y se mueven por ahí desafiantes y aterrorizadas porque todos somos violadores y agresores. Incluso si les sonríes al cederles el paso en una acera estrecha te miran como si pretendieses seducirlas o secuestrarlas…
El feminazismo rampante (y dominante en los institutos, donde el adoctrinamiento de una gran parte del profesorado femenino y feminista resulta brutal) está amargando la vida de las propias chicas a las que arrebatan la naturalidad y el buen humor para sustituirlo por una militancia histérica, paranoica y puritana (esa contradicción entre querer mostrar solo partes del cuerpo, otras se celan rigurosamente, y hacerlo como desafío teniendo la íntima conciencia de que se trata de un comportamiento indecente y de matiz exclusivamente sexual procede de la idea de pecado omnipresente en el protestantismo anglosajón que traza las actuales ideologías progres) que les impide una sana relación con su propio cuerpo y el entorno. De hecho, están convirtiendo en un problema incluso el sexo, con lo fácil que eran las cosas hasta no hace tanto…
Hay toda una generación de psicólogas y profesoras de tres al cuarto, con muy poca formación intelectual y escasa experiencia vital (suelen ser feas, resentidas y en algunos casos con excesiva inclinación hacia sus alumnas, a las que desean lo más lejos posible de la competencia natural, de los muchachos…) que se han incrustado en las instituciones y están destrozando la vida de las chicas y de los chicos (a los que reprimen salvajemente y procuran castrar por todos los medios posibles, salvo el físico, porque no las dejan) y descoyuntando la sociedad.
Las chicas que van por ahí con poca ropa y cara de pocos amigos son una prueba fehaciente de ello.
Las feminazis histéricas y sin conocimiento real de la vida, con el llamado Ministerio de Igualdad a la cabeza, están corrompiendo a la juventud, no en el sentido correcto de enseñarles a ser libres, naturales y felices, sino en el contrario de imbuirles un puritanismo hipócrita y represor acompañado de una infantilización perpetua (ese empeño de afirmar que la libertad no debe ir acompañada de responsabilidad y que los errores de cada mujer son, en realidad, fruto de las agresiones patriarcales) que no traerá nada bueno. Esa generación tendrá, si no las tiene ya, profundas taras psicológicas que lastraran durante décadas a la sociedad. Ríase usted de la tan cacareada represión católica del franquismo. El monterismo (por Irene Montero, ese ser fanático, bobo y de neuronas laxas) creará monstruos mayores.
Se le quitan a uno hasta las ganas de tener rollitos pasajeros, superficiales e intrascendentes, con jovencitas de buen ver que, junto a comer sandía hasta reventar, liarse con alguna vecina casada pero en perfecto uso y trasnochar con los amigotes son algunos de los grandes placeres del verano.
¡Hay, Irene, cuantas mamadas vas a tener que hacer en tu próxima vida para que los dioses te perdonen tus desmanes!
¡Afrodita, Astarté, Hathor, yo os invoco! ¡Enviad al mundo vuestra sabiduría! ¡Mandad una mesías liberadora!
© Fernando Busto de la Vega.