
El adulterio es una gran escuela de vida que proporciona, además, innumerables e interesantes tipos para un variado plantel de personajes y argumentos literarios. No se puede ser un buen escritor sin haberse engolfado frecuentemente en las mucilaginosas y turbias mareas de la infidelidad. Es así.
De todos esos posibles tipos hoy voy a detenerme en los que enuncia el título de la entrada.
Existen muchas formas de catalogar a las amantes que uno va encontrándose por la vida. De lejos, la mejor y menos problemática es la amante tangencial o concomitante, aquella con la que se coincide temporalmente en el pecado y luego, por la misma inercia vital, se aleja y queda en el pasado. La peor, sin duda, es la paralela, que no se alcanza, ni llega siquiera a tocarse, jamás. Luego están las centrífugas, empeñadas en abandonar a su marido arrastrándote con ellas o usándote de excusa (lo que conlleva los numerosos riesgos que todos hemos experimentado en algún momento: persecuciones furiosas del ofendido o de sicarios pagados por él, agresiones diversas, intentos de asesinato…) y, finalmente, las centrípetas, que de algún modo te arrastran hacia el interior de su mundo tóxico y, frecuentemente, surrealista.
Por regla general, el centripetismo amoroso se da más en las (y los, pero estos no me afectan) divorciadas por el mero hecho de que el divorcio no existe, es una simple ilusión. El divorcio consiste en la continuación de un matrimonio disfuncional por otros medios. De hecho, hay que aseverarlo sin cortapisas: el matrimonio, para lo bueno, y sobre todo para lo malo, es un paso sin retorno. Una vez casado (o casada) ya jamás se vuelve a ser soltero (o soltera), ese es un paraíso perdido para siempre.
Con todo, y son al tiempo peligrosas y enojosas, sí existen algunas amantes casadas de características centrípetas que, sin saber muy bien cómo, te arrastran al epicentro de su disfuncionalidad matrimonial y sentimental. Y, por supuesto, como en todo, el fenómeno admite y presenta gradaciones. Están desde aquella, en grado leve, que empieza comprándote ropa y acaba llevándote vestido como a su marido (o a sus hijos, que resulta más humillante), mismas camisas, mismos pantalones… cosa esta algo ridícula y no poco embarazosa si el marido, o los hijos, pertenecen a tu mismo círculo social; hasta aquella que procura adrede ser sorprendida por el cornudo en pleno coito para saltar en cueros de la cama e iniciar una feroz y cruel discusión en la que compara a gritos a su marido, siempre desventajosamente, con el emboscado amante. Tales discusiones son en extremo peligrosas, porque nunca se sabe como acaban y, creedme, el asesinato no es el peor de los finales.
Alguien, un amigo, me contó que en cierta ocasión le sucedió algo así y la esposa, siempre gritando y tratando de humillar a su marido, ponderaba las ventajas del atribulado amante que trataba de huir del lugar a toda prisa y lo más disimuladamente posible. En un momento dado la esposa loó el miembro viril del amante, ridiculizando el del marido que, furioso, se asomó a la entrepierna del pobre desgraciado que andaba buscando sus pantalones y calzoncillos y rompió a carcajadas afirmando que el suyo era más grande y, para demostrarlo, se bajó la ropa hasta las rodillas haciendo heroica y desafiantemente el molinete ante su espantado y sonrojado rival que nunca cometió la torpeza de volver a enredarse con una mujer casada. Aquel molinete feroz del marido le causa pesadillas hasta el día de hoy.
Y, claro, el complemento ideal de la amante centrípeta, es el cornudo pasivo-agresivo. En el campo de los divorciados esa categoría suele encarnarse en el cliché del exmarido-colega que incluso pretende jugar al tenis o al golf con su sucesor (desaconsejo vivamente aceptar invitaciones a cazar, pescar o acampar, a veces no se vuelve de dichas actividades, lo que también representa un buen argumento literario).
Pero estamos hablando de amantes y de sus complementarios esposos cornudos pasivo-agresivos.

La teoría, el estudio y la casuística del cornudo pasivo-agresivo es extensa y enjundiosa, daría para un grueso tomo de más de seiscientas páginas, por eso resumiré aquí enumerando tres ejemplos reales que llegaron a mi conocimiento mediante confidencias de amigos.
Sin duda, el más patético de todos los cornudos pasivo-agresivos de los que he tenido noticia fue aquel que, al saber que su mujer le engañaba con otro, se enfrentó a él y acabó llorando y abrazándolo casi fraternalmente. Era impotente y comprendía que su mujer buscase alternativas para llenar el hueco que él dejaba vacante. El amante se sintió tan mal que acabó rompiendo con la esposa y esta se enfureció de tal modo que los envió a ambos al hospital en sendas discusiones. Al amante de un golpe de tostadora arrojada con maña ala cabeza, al marido de un salvaje tirón testicular a puño cerrado.
Otro invitó a su mejor amigo a ver no sé qué final futbolística en la televisión y se dejó absorber de tal modo por el partido que no se percato de que su invitado no acababa de regresar después de ir al baño. En ese instante el equipo del marido marcó un gol y él, enfervorecido, dio en correr por la casa gritando a todo pulmón:—¡¡¡¡Gol!!!…
…Y, sin dejar el grito, irrumpió en la cocina, donde se encontró a su mujer reclinada sobre la encimera y a su amigo, los pantalones en los tobillos, profanándola por la retaguardia.
Hubo un instante, ni siquiera dos segundos, de pasmado silencio y abismal incertidumbre que se resolvió con el marido reanudando su grito:—¡¡¡Gol!!! mientras se alejaba de la cocina sin darle la más mínima importancia al hecho. Es más: jamás habló de ello. Pero en lo sucesivo, siempre que invitaba a comer o cenar a su amigo, le servía invariablemente brócoli e hígado acompañado de vino malo y caliente. Horrible venganza. Además, y con la aquiescencia de la esposa, que se quedaba ostensiblemente repantingada en el sofá: le enviaba a fregar los platos…solo. También, en los tres meses siguientes, le ardió misteriosamente el coche, le pusieron pegamento en las cerraduras de su domicilio y su negocio y dos negros musculosísimos le atracaron dándole una paliza sin robarle un solo euro, pero no vamos a ser mal pensados.
Finalmente, quiero recordar a aquel que, tan pagado de sí mismo y de su propia posición y perspicacia, telefoneó a su amigo para decirle que sabía que había intentado acostarse con su mujer.
—Yo no me chupo el dedo—dijo—, soy un tipo que se las sabe todas. Cuando tú vas, yo vuelvo…
Y, magnánimamente, perdonó la debilidad de su amigo al que, dijo, habría matado si su “locura” hubiera llegado a materializarse, por fortuna su esposa era fiel, juiciosa y de fiar…
La esposa también se rio, sobre todo en presencia de su marido, de los delirios amatorios del amigo. Pero ella y él sabían que el marido sí se chupaba el dedo. Otra cosa es que la esposa, después de ir demasiado lejos hubiera recogido cable a toda prisa haciéndose la buena y la santa. El marido la tenía por una pánfila a la que manipulaba y dominaba a su placer y ella, de vez en cuando, se aprovechaba vilmente de ese engreimiento.
No diré más.
© Fernando Busto de la Vega
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