
Quedó acreditado durante el confinamiento: el papel higiénico ejerce una oscura seducción para el ser humano. Especialmente si es español.
Me ha tocado estos días pasarme por la Biblioteca de Aragón en la calle Doctor Cerrada de Zaragoza para visitar el Registro de la Propiedad Intelectual (ya saben: zarandajas legales relacionadas con la literatura) y como quiera que hace años trabajé allí y todavía me quedan amigos y antiguos compañeros, perdí gran parte de la mañana charlando con unos y con otros. El vigilante de seguridad de la puerta, que es amiguete desde hace años, estuvo dándome el palique acostumbrado y contándome anécdotas propias de su gremio.
Entre ellas la guerra que han mantenido con cierto ladrón de papel higiénico. Regularmente alguien penetraba en las instalaciones de la biblioteca durante el horario de atención al público, entraba en los baños y se llevaba todos los rollos de papel que encontraba. Para evitarlo, los portarrollos se protegieron con candados, pero el ladrón se proveyó de cizallas y continuó con su actividad. Al cabo, por idea de mi amigo, el vigilante, colocaron bandas magnéticas en el interior del canutillo de cartón que sonaron al pasar por el arco de seguridad de la salida. Así identificaron y capturaron al ladrón.
La historia me llamó la atención porque hace años, cuando yo trabajaba en los Servicios Sociales tuvimos un caso similar. Todos los días, pero absolutamente todos, desaparecían todos, pero absolutamente todos, los rollos de papel higiénico de los baños de nuestra sede, lo cual devino enseguida en apasionante misterio a desentrañar (ríanse ustedes de los cuentos de Sherlock Holmes o de las novelas de Agatha Christie).
Nosotros, más rudos y rudimentarios que mi amigo el vigilante de la Biblioteca de Aragón, no recurrimos ni a candados ni a medios tecnológicos, simplemente a la observación y la deducción. Así logramos centrar nuestras sospechas en cierto anciano con boina que entraba y salía diariamente a la misma hora sin efectuar ninguna gestión. Enviamos a la vigilante de seguridad a interceptarle y, en efecto, encontró que debajo de la chaqueta llevaba un montón de rollos robados. A pesar de ser descubierto, el anciano se reía, lo cual excitó la suspicacia de la vigilante que, en un golpe de audacia, descubrió que llevaba un último rollo escondido bajo la boina.
Así se solucionó el apasionante caso del papel higiénico robado, aunque no acabó la carrera criminal del anciano delincuente que a las pocas semanas formó banda con otros de su misma edad presentándose con chalecos que recordaban a los funcionarios del Ayuntamiento para robar las aceitunas que daban los olivos que teníamos en la puerta. De todos modos era preferible verle robar olivas mirando irónicamente hacia nuestras instalaciones como si nos engañase que soportar a otra señora, casi octogenaria, que venía a la misma puerta a levantarse la falda en modo exhibicionista (sin nada debajo) o, en su defecto, orinar allí mismo.
No obstante, el colofón llamativo de mi conversación con mi amigo el vigilante ha consistido en una información que yo desconocía. Parece ser que en China tienen el mismo problema con el papel higiénico y que lo han solucionado con su típica técnica tajante y expeditiva: tasando el papel mediante reconocimiento facial (afortunadamente facial y no de otras geografías más íntimas) y, además, no deja repetir. Si asomas la cara por segunda vez al aparato te tacha de abusón y te quita puntos de tu carnet de ciudadano.

Me pregunto cuanto tardará en llegar a España semejante forma de racionar y expender el papel higiénico en los lugares públicos y como la tomarían los españoles…bien, imagino…porque cada día estamos más domesticados y nos acercamos más a la condición de inocentes y adocenados corderitos (con los machos adultos y caracterizados de turno, que tampoco faltan. Digo: mardanos y cabrones).
© Fernando Busto de la Vega.