DARTH VADER EN LA OFRENDA DE FLORES

Todo el mundo puede distinguir a un cayetano de un punki, a un guardia de un camarero, a una monja de una prostituta…es solo cuestión de atrezo. La ropa lo es todo, determina nuestra identidad a pesar del dicho, cierto, de que el hábito no hace al monje.

Hace muchos años, tendría once o doce, recuerdo haber visto en una revista algo sensacionalista un reportaje fotográfico sobre una boda nudista. Ya puede imaginar el lector las imágenes: todo el mundo en cueros, incluida la novia …salvo por el detalle de que esta llevaba zapatos blancos de tacón y un velo, además del ramo. Sin esos aditamentos hubiera sido una invitada más. Necesitaba el velo para distinguirse entre las otras. Esto me hizo pensar mucho (sí, con doce años podía pensar incluso en presencia de mujeres encueradas, era así de rarito y repugnante) sobre la identidad y la impostura. Sobre el ritual y la cotidianidad.

He aquí un concepto, o una fantasía, que se perpetúa en el tiempo. Otro dato para reflexionar.

Estos días se celebran en mi ciudad natal, y en la que sigo viviendo, las fiestas del Pilar y conforme a la costumbre, son innumerables quienes salen a la calle con el cachirulo a cuadros rojos y negros colgado al cuello, o enrollado en la muñeca o, algunas chicas sexys, en el muslo a guisa de liga y Laura, la camarera que todos los días me pone el café con leche y los churros para desayunar, a modo de extraña cofia que, sin embargo, le quedaba bien. Diré más: la amiga complaciente de turno (carita de niña, enormes tetas, precioso culo, Lucía de nombre, que se enfadará si no la cito…) se despelotó del todo llegado el momento, ya en la intimidad y de madrugada, pero dejándose el cachirulo al cuello dadas las fechas…lo que no deja de resultar curioso y perturbadoramente morboso.

También abundan los peñistas que se pasean con los uniformes de sus peñas y los cientos de miles de personas de toda edad y ambos sexos que participan en la Ofrenda de Flores reivindicando su procedencia. La inmensa mayoría vestidos de baturros, no pocos luciendo trajes regionales de otras zonas o incluso de otros países.

El atuendo, aunque solo sea portado un día al año, representa la identidad y nuestras raíces y creencias. En primavera serán muchos los que salgan a la calle para participar en procesiones ataviados con sus hábitos, sus capirotes y sus terceroles… Antes vendrá Halloween con sus preceptivos disfraces y Navidad con sus jerséis horrendos y sus ya casi olvidados gorritos de cartón y, en mayo, las comuniones con sus trajes de marinerito y de novia y los papás con traje y corbata.

La ropa, especialmente la ceremonial, nos define y define nuestro origen y nuestra identidad.

Lo cual no impide que, en ocasiones, se produzcan desajustes ocasionados por la aculturación a la que estamos sometidos y que resultan significativos. Por ejemplo: el hijo de seis años de un amigo mío que se empeñaba en salir en la Ofrenda de Flores vestido de Darth Vader y, por alguna razón, insistía en que su padre se disfrazara de Princesa Leia y su madre de Stormtrooper. No le dieron el capricho, claro, y el niño pilló un rebote épico que solo una sobredosis de longaniza, pan, chocolate y churros pudo calmar convenciéndole de aceptar vestir el preceptivo traje regional, como el resto de su familia.

Cosas de la tradición en el siglo XXI.

© Fernando Busto de la Vega.

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