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LA HERMANA ESPÍA Y ESCRITORA DE MILLÁN ASTRAY

PILAR MILLÁN ASTRAY

Claro, cuando nos encontramos con un tipo que no tiene mejor idea que fundar la Legión y luego le da por gritar en la universidad de Salamanca y delante de Miguel de Unamuno aquello de “muera la inteligencia” y “viva la muerte” no podemos sino suponer que ha emergido de la sentina más cutre de la soldadesca y carece por completo de cultura, educación y formación. Pensamos que nos encontramos ante un chusquero chusco y chulo tirando a bruto y ayuno de meninges estructuradas. Pero nada más lejos de la realidad.

Resulta que José Millán Astray era hijo de un abogado, periodista y dramaturgo del mismo nombre que, entre otros cargos públicos, llegó a ocupar el de jefe de Policía en Barcelona, oficial de academia y con la suficiente cultura y educación como para estimular la traducción al español del Bushido y su publicación en plenos años cuarenta (1941), justo antes de lograr seducir nada menos que a la sobrina de Ortega y Gasset mientras jugaban al póquer viéndose obligado a exiliarse en Lisboa por temor a Franco. Allí nació su hija Peregrina Millán Astray y Gasset en 1943, cuando el general tenía 54 años y había perdido ya la mitad de su cuerpo en combate.

EL FUNDADOR DE LA LEGIÓN ANTES DE EMPEZAR A PERDER PARTES DEL CUERPO EN LA GUERRA DEL RIF ENTRE 1921 Y 1926 ENTRE LOS 42 Y LOS 47 AÑOS DE SU EDAD.

Pero, además del padre zarzuelero (Don José padre, escribía sobre todo libretos de zarzuela), resulta que el fundador de la Legión que tanto favor le hizo a la fama póstuma del anciano Unamuno gritándole aquellas cosas en la universidad de Salamanca, tenía una hermana, Pilar, escritora, dramaturga y, oiga, usted: espía.

En los años de la Primera Guerra Mundial el espionaje alemán se instaló en Barcelona encabezado por el barón de Koëning, aristócrata de pega, notorio delincuente y criminal y charlatán de pro que poniéndose a sueldo de la patronal catalana y de la policía barcelonesa para reprimir mediante el terrorismo de Estado a los movimientos anarquistas logró enriquecerse y establecer una tupida red de espías al servicio de Alemania que, entre otras cosas, sirvió para que los submarinos alemanes hundieran diversos barcos mercantes españoles sin respetar su neutralidad.

PILAR MILLÁN ASTRAY RETRATADA POR JULIO ROMERO DE TORRES EN 1922 , APROXIMADAMENTE A LOS CUARENTA AÑOS.

Entre las espías de esta red se encontraba, como hemos dicho, Pilar Millán Astray que se encontraba en Barcelona porque, al quedarse viuda y sin recursos, acudió al abrigo de su padre que ejercía la jefatura de Policía. Allí se involucró en la red de Koëning tanto por ideología (toda su familia era germanófila) como por necesidad económica. Su marido la había dejado a la cuarta pregunta.

Pilar no era una jovencita, pero tampoco vieja. Andaba cerca de los cuarenta y utilizó su atractivo físico y sus contactos en la alta sociedad madrileña para acceder a la habitación del embajador inglés, Arthur Henry Hardinge, vendiendo los documentos que lograba copiar a mil pesetas la pieza. Mientras tanto, escribía su primera novela: La Hermana Teresa, que publicó en 1919, un año antes de que su hermano fundara la Legión en Ceuta.

Además, en esa época se codeaba con la crema y nata del mundillo literario, intelectual y teatral español, entre ellos el premio nobel Jacinto Benavente (lo recibiría en 1922) que por entonces era diputado maurista (1918-1919), que fue quien la animó a dedicarse principalmente al teatro.

Sería en 1923 cuando Pilar Millán Astray estrenaría con gran éxito su primera obra de teatro: El Rugir del León (una comedia) alcanzando el éxito absoluto con La Tonta del Bote (1925).

Durante la Segunda República dirigiría el Teatro Muñoz Seca en Madrid siendo encarcelada en 1939 por la República. Murió en 1949.

No quiero profundizar más en esta interesante figura, dejo al lector el placer de continuar su descubrimiento a partir de los cabos que le ofrezco en estas líneas.

© Fernando Busto de la Vega.

LOS SONETOS DEL QUIJOTE Y LA ORTODOXIA LITERARIA

La fama literaria, intelectual, moral o científica, hay que decirlo, no es sino un colegueo, una convención social orquestada desde el poder. Ojo: no digo desde el Gobierno de turno, que también influye, sino desde el poder fáctico, la suma de intereses creados y correlacionados que dictan la ortodoxia, aquello que se establece como paradigma básico al servicio del mantenimiento del statu quo. Eso que Félicien Marceau denominaba ” El Huevo” en su obra de teatro del mismo nombre estrenada en el Théâtre de l´Atelier de París el 27 de diciembre de 1957. Aunque a este respecto conviene citar también Los Intereses Creados de Jacinto Benavente, estrenada en el Teatro Lara de Madrid el 9 de diciembre de 1907.

No hay que darle más vueltas. La fama literaria es fruto de los intereses creados y conforma una ortodoxia y una doxología conveniente para la clase dominante. Nadie ajeno al “huevo”, al merengue que, citando el tango de Enrique Santos Discépolo, conforma el lodo en el que todos nos revolcamos manoseados.

¿Quién es grande y merece ser leído, editado, alabado y premiado? Quien el poder decide, de este modo se va generando eso que los rusos denominan la intelligentsia, cuyos miembros dependen del poder y del conjunto de intelectuales y artistas célebres e integrados para ser ensalzados y confieren, a su vez, legitimidad al poder y al conjunto de intelectuales y artistas que los ensalzan.

Quien no se encuentra en esas redes (explicitadas en el siglo XX en aquellas latosas y jerárquicas tertulias de escritores en las que los autores de relumbrón peroraban entre el pelotilleo de los aspirantes que, en caso de ser bendecidos y protegidos, a menudo a cambio de servicios poco dignos o dádivas poco confesables, veían el inicio de su ascenso; y en el reparto de premios amañados entre autores de la propia editorial o entre editoriales) no es nadie. Hablábamos a ese respecto en artículos pasados del mérito de Javier Marías, el significado de las ferias del libro o el ninguneo al que viene siendo sometido todavía hoy Felipe Trigo.

Todo esto, naturalmente, no es nuevo. Constituye la esencia básica del mundo literario desde que Dionisio de Siracusa se rodeó de una corte de poetas y filósofos propagandistas para blanquear su tiranía, si no antes.

De modo que conviene ser bastante escéptico con los fastos y los ídolos literarios y tener siempre presentes las grandes figuras exaltadas en sus épocas que hoy nadie recuerda y cuantos, todavía aplaudidos (no citaré nombres) no pasan del gaznate del lector medio que solo finge haberlos leído porque da prestigio intelectual haberlo hecho.

Pero, amigos, cuando un libro necesita exégetas, o no consigue hacerse entender y disfrutar fácilmente por el gran público, permitiendo a la vez que lo disfruten y aprecien los eruditos, ese libro (y su autor, por muy pagado de sí mismo que esté y mucho que lo jaleen los críticos y santones de la cultura) ha fracasado. Es un truño, una mierda que carece de otro valor que el simplemente subjetivo de quienes, diciendo que lo aprecian, se exaltan a sí mismos como grandes intelectuales distanciándose de la masa.

¿Pero qué pasa cuando el autor está fuera del enjuague, cuando es ignorado o marginado por la intelligentsia dominante? ¿Debe aceptar la ortodoxia?¿Rendirse, humillarse?…Si conoce el paño, evidentemente no. Los pomposos solo son ruido de fondo, sombras proyectadas por el sol del poder, al cambio: nada.

Esto supo verlo muy bien el denostado, en su tiempo, Don Miguel de Cervantes.

En los siglos XVI y XVII la señal de estar dentro del merengue literario era conseguir que autores famosos elogiasen tu libro con sonetos laudatorios que colocar al principio del mismo (un equivalente de los actuales prólogos a cambio de los cuales he visto a más de uno poner el culo en pompa, acuclillarse con los labios en “o” y a alguna moza lozana, no sé si andaluza, ejercer el más viejo oficio del mundo, en ocasiones con alguna vieja pasa de Corinto o cualquier otra isla griega que todos conocemos…es así, lo he visto, no me lo han contado. También he visto pagar ingentes cantidades por tales prólogos y otros géneros de patronazgo…). Cervantes, cuando fue a publicar su Don Quijote, no consiguió que nadie le proporcionase uno de estos sonetos. Esta humillación hubiera quebrado las piernas de otro menos bragado, menos experimentado y menos seguro de sus dotes literarias. Él lo solucionó mediante la ironía y el desdén hacia los relumbrones de su época: haciendo que los sonetos que encabezaban su libro fueran burlescos y firmados por figuras igualmente famosas, pero ficticias, como Amadís de Gaula, Orlando Furioso o Belianís de Grecia.

Que la primera parte del Quijote, nunca bendecido por la intelligentsia del momento, se convirtiera en un éxito de ventas sentó tan mal en las altas esferas literarias del momento que hasta se intentó sabotear las ventas de la segunda parte editando una apócrifa (la de Avellaneda) que en su mismo prólogo reconocía que salía a la luz para privar a Cervantes de las ganancias que pudiera obtener con esa segunda parte legítima.

Bien: hoy todos sabemos quién es Cervantes y hemos olvidado a casi todos los autores de relumbrón que no quisieron escribirle sonetos laudatorios para el Quijote.

Así son las cosas.

Nada hay más tóxico, limitado, ridículo y aburrido que el mundillo literario ni nada más humillante de conseguir (salvo que vengas con pedigrí de fábrica, siendo hijo o sobrino…o ahijado de algún modo más o menos santo de alguna péñola de fama y poder) que los parabienes de sus próceres.

El buen escritor, sobre todo ahora que la tecnología y las circunstancias abren nuevas vías a la independencia, debe dar la espalda a los cenáculos de los Parnasos prefabricados, hacer bien su trabajo y entregarse a su reducido público sin tratar de adularlo ni dejarse arrastrar por él. Lo demás…se verá.

© Fernando Busto de la Vega.