
Cuando uno acaba comprendiendo que Matsuo Basho era un simple turista, todo cambia.
Tanto la exagerada fascinación, rayana en la impostura y la fabulación, de los primeros traductores del poeta japonés al español, procedente en cualquier caso de la que le transmitieron sus asociados nipones, como el hecho comprobado que desde 1679, a los treinta y cinco años, se convirtiera en “laico consagrado” del zen, suelen inducirnos a error. Consideramos fruto del desapego lo que no es sino frivolidad.
No estoy diciendo con esto que sea mal poeta y mucho menos me sumo a las acusaciones de mediocridad de un experto como Masaoka Shiki que, a mi juicio, comprendió la obra de Basho todavía menos que los traductores occidentales, queriendo ver en ella lo que nunca existió (una voluntad de innovación) y cerrándose en un exagerado concepto formalista.
Basho, como todos, simplemente era producto de su tiempo y su tiempo, la estricta dictadura Tokuwaga, tendía, como todas las dictaduras, a la irrelevancia moral. Uno no se hacía preguntas trascendentes, simplemente aceptaba la verdad oficial y dialogaba con ella sin excesivas complejidades, sin cuestionarla. Las cosas eran como eran, y punto. El estado anterior, el desorden y la guerra, era peor. Eso no podía cuestionarse. Y, de hecho, solo lo cuestionaron los cañones del comodoro Perry en 1854.
Un ejemplo inmejorable de esa frivolidad (que no critico, tan solo describo) de Basho y su poesía, esa condición de turista (y solo pondré uno para no alargar esta entrada, el tema daría para un extenso libro y es mejor no alargarlo demasiado aquí) lo tenemos en el libro Nozarashi Kikô ( Diario de Una Calavera a la Intemperie) en el que podemos leer: “Caminaba junto al río Fuji cuando encontré a un niño de apenas dos años abandonado. Lloraba desconsoladamente (…)bajo el frío viento de otoño el niño me hizo recordar al trébol, que cae de noche y se marchita cuando amanece. Bajé mis mangas en señal de duelo, le eché un poco de comida y pensé, al pasar junto a él:
Los que se compadecen de los monos ¿cómo se comportarán con este niño en el viento de otoño?”
Viene después un párrafo de lamento y conformidad sangrientamente estoica que concluye: ” Esto es algo que te viene del cielo y solo puedo llorar por tu destino” para pasar de inmediato a comentar: “El día que íbamos a cruzar el río Oi, estuvo lloviendo sin pausa” e insertar un poema sobre sus amigos de Edo, ansiosos por su regreso y preocupados por el peligroso tránsito de la corriente fluvial.
El niño abandonado se convierte así en una simple anécdota lacrimógena y dramática con que adornar un viaje por provincias, más o menos al modo moderno en que ciertas “influencers” que se benefician no cuestionando el mundo establecido y el poder que lo rige, se hacen fotos con niños desnutridos y miserables de los países tercermundistas que visitan. Es el mismo espíritu frívolo y conformista. El mismo actuar hacia la galería de los favorecidos por el régimen.
Sí, definitivamente, Basho era un turista y un “influencer” de su época. No lo critico, pero comprenderlo lo cambia todo. Es así.
© Fernando Busto de la Vega
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