Es indudable que el libro, per sé, tiene un prestigio especial. Hay algo, acaso desde los primeros testimonios cuneiformes, que liga el hecho de escribir un libro o de consagrar algo en sus páginas con una forma de sacralidad inmutable, de consagración intelectual e incluso espiritual. Un buen ejemplo de lo dicho son los libros sagrados de las diferentes religiones de los que nos ocuparemos en otro momento. Ahora es el turno de las veleidades literarias y filosóficas de conocidos dictadores modernos.
Lógicamente, y desde el Mein Kampf de Hitler, el primer interés literario de los dictadores ha sido codificar su propio ideario para convertirlo en dogma social y político indiscutible y sin posibilidad de ser ignorado. Así tenemos el Libro Rojo de Mao, el Libro Verde de Gadafi,La Historia me absolverá, de Fidel Castro o La Gobernación y Administración de China de Xi Jinping, que además aporta a la imprenta otros textos como Teoría y Práctica de la Agricultura Moderna (1999), Un Estudio Sobre la Conciliación rural en China (2001) o Sobre Propaganda y Trabajo Ideológico del Partido Comunista (2020)… Con todo, el dictador chino se encuentra lejos de la locuacidad atribuida al antiguo dinasta coreano Kim Il Sung, a quien el régimen de Corea del Norte atribuye nada menos que la autoría de 18000 volúmenes.
Pero, sin duda, mi escritor-dictador favorito es Saparmurat Nyyazov, dictador de Turkmenistán (1991-2006), que escribió un solo libro en el que difundía su ideología, el Rujnamá, “Libro del Alma”, y concibió como a modo de un nuevo Corán. Tan engreído estaba de su intento filosófico-literario que todavía hoy se hacen preguntas sobre el mismo en las oposiciones del país (utilizar las oposiciones para la propaganda del régimen es una técnica muy extendida, por ejemplo, en España, desde que ciertos partidos están en el poder es obligatorio estudiar sus más que discutibles modificaciones legislativas basadas en el feminismo radical y la ideología de género, lo que deja bien a las claras la mentalidad totalitaria de dichos partidos y corrientes). Además, cada vez que Nyyazov firmaba un contrato para la exportación de gas o petróleo con una multinacional incluía entre las clausulas la obligación de estas multinacionales de traducir a varios idiomas y publicar en diversos países el opúsculo. Otra cosa es las ventas que obtuviera (a ese respecto, cuando Xi Jinping, siguiendo la estela de Mao publicó su libro principal en Inglaterra apenas obtuvo cien ventas). Más aún: Nyyazov hizo enviar un ejemplar de su Rujnamá a la Estación Espacial Internacional y elevó un monumento al libro y su portada en la capital de Turkmenistán, Asjabad.
Monumento al libro de Nyyazov en Asjabad, capital de Turkmenistán
Es posible que alguien me censurara si dejara de mencionar en esta entrada la actividad periodística y literaria de Francisco Franco de quien tenemos el libro Diario de una Bandera (1922) La Masonería, así como la novela Raza, que dio lugar a la película de 1942.
Y, precisamente Raza, nos conduce a otro capítulo de la literatura escrita por dictadores, la ficción.
Pocos saben que Benito Mussolini publicó una novela cuando todavía era socialista, en 1910, titulada La Amante del Cardenal y que obtuvo un éxito editorial apreciable.
Más conocida es la obra literaria de Sadam Hussein, compuesta por cuatro novelas: Zabiba y el Rey (2000), Fortaleza Amurallada (2001), Hombres y la Ciudad (2002) y ¡Fuera de Aquí, Maldito! (2006) que gozan de bastante éxito en Oriente Medio (salvo Israel) y están empezando a publicarse con gran expectación en Japón.
En fin, yo ya he publicado cuatro novelas…¿Llegaré a convertirme en dictador?…Difícil: mi lema revolucionario viene a ser el de Agustín de Foxá: Café, Copa y Puro. Aunque, como no fumo y bebo poco, quizá debería adaptarlo a: Café, Churros y Buena Siesta.
1.- EL IGUALITARISMO COMO REVUELTA CONTRA LA NATURALEZA (MURRAY ROTHBARD, 1974)
2.- LESBIAN NATION: THE FEMINISM SOLUTION (JILL JOHNSTON, 1973)
3.- EL CIERRE DE LA MENTE MODERNA (ALAN BLOOM, 1987)
4.-EL AZAR Y LA NECESIDAD (JACQUES MONOD, 1970)
5.-LA AGRESIÓN INTERNACIONAL (VICENTE BLANCO GASPAR, 1973)
6.- LA DESNACIONALIZACIÓN DE LA MONEDA (FRIEDERICH HAYEK, 1976)
7.- EL VARÓN DOMADO (ESTHER VILAR, 1971)
INTRODUCCIÓN
Sin duda, el año que vivimos, 2022 según la cuenta de Dionisio el Exiguo en la versión del papa Gregorio XIII a partir de su bula Inter Gravissimas que condujo a que en 1582, como es ampliamente sabido, al jueves 4 de octubre siguiese el viernes 15 de ese mismo mes, va a resultar un año decisivo.
Nos encontramos ante un innegable y trascendente punto de inflexión. Sin duda, en estos días un ciclo termina y se abre otro nuevo y aterradoramente diferente sumiéndonos en una desasosegante incertidumbre ante lo incontrolable de la novedad que nos aguarda.
Bien es cierto, y esto me parece lo más aterrador, que el futuro al que nos dirigimos se definirá en gran medida por decantación de los más groseros y mal digeridos légamos del presente, especialmente en su versión filosófico-ideológica. Por ese motivo me parece interesante repasar en este quicio desquiciado del siglo, en este abismo hacia una nueva época oscura a la que inevitablemente nos despeñamos, algunos libros. En esta entrada he seleccionado siete no a causa de mi afinidad intelectual con ellos ni por mi rechazo a sus tesis. Todo lo contrario. Parto de una equidistancia ciertamente perversa y viciosa, casi luciferina, sin excluir ni renunciar a la liviana impudicia del azar, para realizar una selección de títulos que proponer a mis lectores como piedra angular de una panorámica consciente, de una perspectiva subjetiva ante la bilis que el presente acabará vomitando sobre el futuro.
Cada cual juzgará bajo la consciente condena de su libre albedrío sobre la perversa propuesta y sus consecuencias epistemológicas. Yo me limito a ofrecer los dados para el hábil trile intelectual. Lo demás será cosa (y culpa) vuestra.
Pongámonos en contexto: en 1976 Milton Friedman, adalid de la Escuela Económica de Chicago (es decir: del neoliberalismo salvaje que todavía padecemos), ganó el Nobel; en 1982 sería George Stigler, otro de los sobrevalorados propagandistas de dicha tendencia, quien recibiría igual galardón. En 1975 la contraofensiva moral de la Revolución Conservadora comenzaba en Francia de la mano del insustancial (he leído sus memorias) Guiscard D´Estaing extendiéndose rápidamente a los Estados Unidos. En 1979 Margaret Thatcher llegaba a la presidencia del gobierno en Inglaterra y en 1981 Ronald Reagan a la de los Estados Unidos. Era el momento de la revancha de la extrema derecha y del liberalismo extremo frente a la contracultura marxista dominante en décadas anteriores. Dicha reacción no partía de la nada, estaba abonada. Entre otros por ensayos como este: “Egalitarianism as a revolt against nature” publicado en 1974 en la Libertarian Review por el judío (no es un dato racista, sino de índole cultural no exento de interés, no en vano dicho enasayo viene a culminar en pleno siglo XX toda la ideología desarrollada por ese pueblo desde la Edad Media europea, no significa, por lo tanto, innovación alguna sino constatación de una condición cultural acreditada durante siglos y que conllevó la misma fundación de la ciudad de Nueva York, donde nació el autor: geografía y origen son rasgos a menudo desdeñados, pero fundamentales para comprender la filosofía y la ideología) neoyorquino Murray Rothbard.
Ensayo que no deja de ser interesante revisitar en nuestros días.
2.- LESBIAN NATION: THE FEMINIST SOLUTION (JILL JOHNSTON, 1973)
En resumen: el patriarcado capitalista oprime a las mujeres haciéndolas creer que son heterosexuales cuando, en realidad, todas nacen esencialmente homosexuales. La heterosexualidad femenina es a un tiempo una forma de dominación/violación del patriarcado capitalista sobre las mujeres alienadas por una sociedad represora y artificial y una indigna forma de colaboracionismo de las mujeres con dicha maligna estructura impuesta a sangre y fuego por la innata violencia del macho. Las mujeres concienciadas solo deberían practicar sexo con otras mujeres e implementar el separatismo lésbico, porque, además, como dicen, solo una mujer conoce de verdad el cuerpo de otra mujer y puede proporcionarle placer.
En otras palabras: como soy lesbiana y fea, voy a ver como organizo las cosas para seducir jovencitas que, aunque fueran ciertamente lesbianas, no me prestarían atención porque mi edad y mi físico me sacan completamente del mercado sexual. No obstante, alienándolas con un idealismo que me haga parecer guay…o, si lo preferimos: la estrategia de tantos profesores de universidad cincuentones, calvos y entrados en carnes para seducir discípulas llevada al terreno bollo.
Desde entonces son incontables las lesbianas salidas, feas y sin gracia que han cantado esta canción a jovencitas de buen ver en institutos, universidades, cursillos y demás. Del mismo modo que ahora se investiga la pederastia en la Iglesia Católica llegará un día, y lo digo sin acritud ni escándalo, más bien con una sonrisa socarrona y pícara, que se tendrá que investigar la de tantas y tantas profesoras, líderes de opinión y femigurús del feminazismo. Es así, y todos (y todas) lo sabemos.
Todo sea por follar…
La de la foto de abajo es Jill Johnston, la autora del libro.
Personalmente he decidido inaugurar esta entrada con mi propia fotografía para que las indignadas por mi agresivo machismo podáis despellejarme con toda libertad, mala baba y franqueza juzgando mi físico con conocimiento de causa. Un beso. O no, lo que sea menos asquerosamente machista.
En estos tiempos de totalitarismo woke y de dogmatismo pseudo progresista la lectura de The Closing of the American Mind: How Higher Education Has Failed Democracy and Impoverished the Souls of Today´s Students, que ese era el título original del libro publicado en 1987 por el catedrático estadounidense Alan Bloom, ha devenido una lectura prioritaria.
No perderé el tiempo en reseñas, resúmenes o escolios innecesarios, basta con que señale el camino a los actuales lectores que seguramente han olvidado ya o desconocen este trabajo y les proponga un reto que les resultará, si deciden aceptarlo, de lo más interesante e iluminador.
Tener presente en toda ocasión a Demócrito de Abdera (que entre otras cosas dijo: “todo lo existente es producto del azar y de la necesidad”) resulta una buena medida en aras de la cordura epistemológica. El premio Nobel de Fisiología o Medicina de 1965, el francés Jacques Monod, lo entendía así y por ese motivo partió de dicha proposición para articular su estudio sobre la naturaleza ontológica de la evolución y el punto de involución al que ha llegado la especie humana precisamente a causa de su progreso acelerado en los últimos siglos.
Le Hasard et la Nécessité, Essai Sur la Philosophie Naturelle de la Biologie Moderne, título original del ensayo, vio la luz en 1970. Medio siglo más tarde, me gustaría conocer la opinión de los lectores sobre si sus tesis siguen vigentes o deben ser refutadas en todo o en parte.
En las actuales circunstancias este estudio publicado por el Instituto Francisco de Vitoria del CSIC en 1973 y firmado por Vicente Blanco Gaspar, resulta de lo más recomendable y esclarecedor aportando perspectivas del todo necesarias en momento de incertidumbre moral y desorientación jurídica como el que atravesamos.
La concesión del premio Nobel no supone crédito alguno en referencia a los méritos del agraciado. Esta realidad podemos constatarla año a año con cada concesión del sobrevalorado (e ideológicamente escorado) galardón y, bien mirado, en todas sus categorías. Hayek, que recibió el de Economía en 1974, dentro del impulso al neoliberalismo salvaje que empezaba a dominar a las oligarquías mundiales de la época, es claro ejemplo de lo dicho.
El tipo era el clásico hooligan del capitalismo extremo empeñado en dirigir a la civilización a una nueva época feudal dominada por grandes corporaciones privadas no controladas por el Estado. Corporaciones capaces, incluso, de emitir sus propias monedas.
Vivimos en una época tendente al monopolio en pleno capitalismo de la vigilancia (Google, Apple, Amazon,Microsoft…) y de criptomonedas (Bitcoin, Ethereum…) sin emisor acreditado ni respaldo real, basadas en la simple especulación. Volver, por lo tanto, sobre este despropósito de Hayek puede y debe resultar más que interesante.
La médica, psicóloga y socióloga argentina Esther Katzen, más conocida como Esther Vilar, sostenía en este ensayo, publicado originalmente en la República Federal Alemana como Der Dressierte Mann allá por 1971, el hecho (¿evidente?) de que la mujer no es oprimida por el hombre y el patriarcado sino que, por el contrario, manipula el sistema y a los individuos masculinos de la especie mediante el sexo para asegurar su propio bienestar utilizando mecanismos similares a los del experimento del perro de Pavlov, ofreciendo como estímulo el disfrute de sus atractivos sexuales, siempre ferozmente racionados y condicionados a su conveniencia.
En la segunda parte de este ensayo: El Varón Polígamo (1974) ahonda en las conclusiones de ese planteamiento señalando las ventajas que el sistema patriarcal proporciona a las mujeres (por ejemplo, y lo estamos viendo en Ucrania por mucho que el feminismo radical a través, entre otras, de ciertas ministras que han demostrado sobradamente su dogmatismo y su indigencia intelectual así como su engolfamiento en la culpable demagogia política, se empeñe en asegurar que la peor parte de las guerras las sufren las mujeres, los hombres son obligados a combatir mientras que las mujeres, no.) y demostrando que es el hombre quien lleva la peor parte del patriarcado.
No está de más repasar estos libros en estos tiempos.
Y lo dejamos aquí, de momento. Más adelante volveremos sobre textos más o menos conocidos que resultaría interesante releer en nuestros días. Si lo deseáis, podéis hacer sugerencias al respecto, con un poco de suerte me descubriréis libros que todavía desconozco y debería leer. Gracias por anticipado.
Actualmente trabajo en un centro de atención a disminuidos psíquicos, ello, naturalmente, me pone en contacto con todo tipo de historias de esas cursi y pomposamente denominadas de interés humano y, desde luego, me proporciona diariamente un sinfín de anécdotas entrañables y divertidas. Muchos pensarán que un lugar así es un sitio triste, nada más lejos de la realidad. Internos y personal (hasta yo, que pertenezco más al ala administrativa que asistencial, aunque suelo tener mi despacho lleno de pacientes que vienen a dar y recibir cariño, a charlar en la medida de sus capacidades y a pasar el rato echando unas risas) vivimos una cotidianeidad que, por descontado, no es idílica, pero sí bastante llevadera.
Sin embargo, resulta evidente, sí hay momentos duros e historias personales que golpean bajo a quien las conoce. Percuten y repercuten, haciendo reflexionar.
Precisamente, una de ellas ha conducido a la génesis de este artículo. La contaré con el debido respeto al anonimato de su protagonista y al acatamiento a las leyes vigentes en lo referente a protección de datos y mantenimiento de secretos. Ocultaré, en consecuencia, nombres, títulos y circunstancias innecesarias.
Hablamos de un exitoso ingeniero en la treintena. Un hombre aficionado a la montaña y destacado en la práctica del alpinismo que llega a escribir y publicar un libro-guía en el que incluye algunas vías y escaladas inauguradas por él mismo en los años anteriores. Todo le sonríe. Planea, incluso, su boda. Pero tiene mala suerte. Un resbalón, un mal anclaje, una caída desafortunada y un cerebro que revienta por el traumatismo y le deja en una situación próxima a la del vegetal, con severísimas secuelas físicas e intelectuales. También emocionales. Han pasado treinta años y tanto su familia como su novia de entonces, a pesar de haber terminado casándose con otro y formado su propia familia, siguen visitándole con asiduidad. El personal asistencial lo cuida con esmero, trata con ahínco de recuperarle en la medida de lo posible y de alegrarle la vida. Tras muchos años alguien localiza el libro de escalada que publicó, ya descatalogado y olvidado, y piensa que quizá leérselo pueda resultar terapéutico. Lo hace y se obtienen resultados. No demasiados, las lesiones del ingeniero-alpinista fueron graves y permanentes, pero lo suficiente para que vuelva a sonreír e interactuar. Bien. Alegría general. Hasta yo, que no he tenido arte ni parte en todo ello, experimento una íntima satisfacción revestida de regocijo.
Luego, junto a la máquina del café, taciturno y solitario (es domingo y todo el que no está de guardia está de fiesta), medito al respecto y sobre el poder evocador que algunos libros ejercen en nuestro ánimo con su simple presencia. Algunos adquieren la categoría de talismán, otros de criptonita. Son, en la práctica, más allá de su contenido, meros objetos sentimentales. En mi caso, puedo citar algunos y me gustaría, si ello es posible, que tú, lector, compartas conmigo y con los restantes lectores de este blog los tuyos en los comentarios.
El primero que me viene a la mente es un ejemplar de la primera (y única) edición de cierta novela que no viene al caso identificar. Su autor fue padre de una rama entera y frondosa de primos míos. Cuando publico su novela fue saludado en algunos foros como una de las grandes promesas literarias de su generación. Luego los problemas económicos y personales y una temprana enfermedad que le envío a la tumba en plena juventud, abortaron su evolución. Ahora ya nadie le recuerda (ser escritor es una labor absolutamente ingrata). Personalmente, jamás he podido leer más allá de la primera página de dicha novela. Cada vez que la tomo en mis manos me viene a la mente y a la boca el sabor salado de las lágrimas de mi prima Lola. Teníamos nueve años, ella lloraba desconsoladamente en el funeral. La abracé y la besé quedándome con ese regusto saladamente amargo de sus lágrimas. Después de eso, a lo largo de los años, durante la adolescencia y la juventud, pasamos muy buenos momentos que son los que habitualmente recuerdo, pero cuando el dichoso libro cae en mis manos,.. Es para mí un objeto sentimental…triste.
Figuran también en mi biblioteca una primera edición de El Criterio de Balmes (1845) y un ejemplar del Kempis, anterior, de la década de los treinta del siglo XIX, y ambos me remiten a un tatarabuelo carlista y trabucaire que participó en las dos primeras guerras y del que se conserva en la familia la historia de cuando su caballo, Capitán, le salvó la vida conduciéndolo a casa después de que saliese malherido (dos tiros en el pecho y un lanzazo en el estómago) de una escaramuza con los cristinos. Nada más sé de él, pero es muy probable que parte de mi innata afición a la Historia, la Literatura y el aventurerismo proceda de esos libros que, mudos y venerables, tan lejanos de mis propias opiniones, han estado siempre mirándome desde los estantes de mi humilde biblioteca.
Podría hablar a ese respecto del ejemplar del Quijote (edición de los años cuarenta del XX) en que aprendí a leer con tres o cuatro años y que permanece también en mi biblioteca. Pertenecía a mi padre y lo adquirió en Madrid cuando los avatares militares lo habían apartado ya de sus ambiciones taurinas y pictóricas. O de aquel ejemplar de Platero y Yo que fue el primer libro que leí a los cinco o seis años y me dejó una impresión tan profunda que jamás he querido borrarla leyéndolo de nuevo.
Pero prefiero centrarme en otros dos libros (también primeras ediciones autografiadas de obras ya olvidadas y descatalogadas) de un tal Mosén Babil, tampoco quiero recordar su apellido, canónigo en Tarazona y amigo de mis padres.
El tal Mosén publicó tres libros de propaganda y adoctrinamiento católico entre mediados de los cincuenta y mediados de los sesenta del siglo XX. Libros bastante cínicos porque iban dedicados a predicar la moral cristiana a los adolescentes y, especialmente, a las jovencitas cuando el tipo, buen fumador de habanos y petas, impenitente bebedor de brandy y orujo, conocía de memoria todos los burdeles patrios desde sus tiempos de capellán en Regulares allá por la guerra civil y no había abandonado su costumbre de visitarlos. En cierta ocasión, de madrugada, se salió de la calzada y hundió el coche que conducía, en el que viajaba con tres o cuatro pilinguis metidas en juerga, en el canal Imperial a la altura del barrio de Torrero y no lejos del puente de América de Zaragoza. Para evitar el escándalo (recordemos que era cura y canónigo) ganó la orilla a nado y se fugó a la carrera dejando a las chicas a su suerte y al dueño del prestado vehículo en situación más que incómoda. Ese era el nivel.
Como digo, el tipo, Mosén Babil, publicó tres libros de cierto éxito, pero en mi biblioteca solo se guardan los dos primeros. El tercero nunca llegó a figurar en ella, en la de mis padres que heredé, como buen ejemplo de la ruptura de una amistad cuya consecuencia supuso graves complicaciones para mi familia.
Resulta que el mosén, en habla aragonesa “mosen”, a finales de los sesenta, allá por la época de Sor Citroen (yo todavía no estaba ni en proyecto, fui fruto tardío) decidió incrementar sus ingresos dedicándose a traficar con las obras artísticas de las iglesias de su contorno. Siendo canónigo tenía fácil el expolio y no faltaban guiris adinerados a los que venderles retablos, cálices y tallas. Necesitaba para su negocio locales donde guardar la mercancía antes de darle salida internacional y se daba la circunstancia de que mi padre disponía de algunos totalmente libres de sospecha por llevar años dedicados a una industria honrada y perfectamente conocida. De modo que el mosén se presentó en casa de mis padres y propuso desvergonzadamente su negocio con el resultado, previsible, de ser expulsado de inmediato por mi madre que, a lo largo de toda su vida, fue un ejemplo de firme rectitud moral. Se rompió así una amistad que se remontaba, en el caso de mi padre, hasta los años de la república cuando era un joven que trataba de abrirse paso en Madrid como torero y pintor al tiempo que, afiliado a la CNT, conseguía de este sindicato pistolas que después hacía llegar a los falangistas y al clero levantisco de índole carlista pasándoselas, precisamente, al tal Babil, entonces un joven seminarista aragonés no del todo alejado de la Academia DYA.
Aquella ruptura tuvo graves consecuencias. El “mosen”, ofendido y temeroso de verse denunciado, quiso vengarse, movió sus contactos y logró, en apenas unos años, dar al traste con los negocios de mi padre, que, de pronto, vio cercenados sus pedidos, cercados por la hostilidad institucional sus negocios…incluso hubo quien dejó de saludarle. Obviamente, cuando veo esos volúmenes en mi biblioteca, experimento una mezcla de desdén moral hacia el puñetero canónigo, de fatalidad estoica en lo referente a mi propio origen y destino y un enorme orgullo por la entidad moral de mi madre, capaz de desdeñar el mucho dinero que prometía el ilegal negocio, de desafiar el enorme poder de la Iglesia y el régimen franquista y de aquel canónigo en especial y de mantener la integridad en medio del desastre. Una de las más grandes lecciones que he recibido en mi vida (aunque todo esto, insisto, sucedió antes de mi nacimiento) y a la que siempre he tratado de hacer honor. Ambos volúmenes se han convertido en un recordatorio de lo que, moral y éticamente, se espera de mí. Verlos me pone instintivamente ante ejemplos a los que no puedo faltar.
Ahora bien, el libro-objeto sentimental de más significado al que puedo aludir no se encuentra en mi biblioteca. Es precisamente por eso, porque ya no está, por lo que ha adquirido tamaña relevancia. Lo que perdemos pesa siempre más que aquello que seguimos poseyendo.
Cuando cumplí los ocho años mi madre, Diamantina, me regaló una lujosa y bonita, casi espectacular, edición de Los Tigres de Mompracem, de Emilio Salgari y me la dedicó usando tinta verde, la única que pudo hallarse en el momento. Siempre guardé este volumen con el imaginable cariño. Desgraciadamente, andando el tiempo, muchos años después, alguien, faltándome al respeto y con la única intención de hacerme daño, robó e hizo desaparecer el preciado libro.
Todos los días me acuerdo de él (de su portada, de su dedicatoria en tinta verde…) y maldigo a quien me lo arrebató. Puedo asegurar que yo, que perdono casi todo, jamás podré perdonar semejante villanía. Triste y vergonzosa confesión para alguien que se precia de haber practicado con aprovechamiento el zen y de seguir la vía estoica. Pero la realidad es esa y no otra.
Podría seguir evocando libros que son para mí objetos sentimentales, pero este artículo ya se ha alargado en exceso. Ahora, si deseáis compartir los vuestros, os invito a ello.
En Las Siervas de Kromsak (novela víctima de una pésima edición que lamento en 2017 y que reivindico a pesar de todo como propia) uno de los detectives protagonistas se llama Juan Sherlock. Como él mismo se encarga de explicar al Profesor Escorpio, su cliente del momento, que da inicio a la trama, su nombre se debe a que desciende del general irlandés que, al servicio de España, defendió Melilla del asedio marroquí en 1775. Militar hoy en día, como tantos otros, injustamente olvidado a quien creí justo homenajear.
Ahora bien: en algún momento de La Verdadera Historia del Bucicarlos Vengador (publicada en 2018 y que desde 2019 ha vendido más de 40000 copias piratas en ebook sin que ni una sola de ellas haya redundado en mi beneficio económico o reputacional, si bien agradezco el éxito del libro) aparece también Sherlock Holmes, esta vez en persona y acompañado de su hermano Sherrinford (menos conocido que Mycroft), intentando sin éxito esclarecer cierto misterio que no hace al caso traer a colación. Alguno de mis lectores (de hecho, una lectora a la que aprecio sobremanera) cayó en la cuenta de estas dos apariciones y llegó a la conclusión de que experimento una fascinación por el personaje. No es del todo cierto.
La verdad radica en que he pensado mucho sobre la naturaleza del fenómeno literario y su arbitrariedad (sí, en ocasiones me pongo estupendo) y el ejemplo de Sherlock Holmes resulta a estos efectos de lo más elocuente. El imparable éxito del personaje mientras su autor se empeñaba en olvidarlo para escribir otras cosas “serias” e “importantes”, no olvidemos que Sir Arthur Conan Doyle llegó a asesinar a Sherlock Holmes (en efecto: en las cataratas Reichenbach) y se encontró con que medio Londres se vistió de luto en señal de protesta y la presión social y de sus lectores le obligó a resucitar al personaje, es de lo más elocuente. También podría haber puesto similar ejemplo con el Pérsiles de Cervantes, que el consideraba su obra cumbre y que nadie a leído, y el Quijote, que él desdeñaba y se considera su obra maestra. Pero, desengañémonos, dicho ejemplo no hubiera interesado a nadie. Y ese es un desalentador, pero indiscutible, síntoma del descrédito y postergación de la herencia cultural hispana incluso entre los propios españoles. Somos una civilización en decadencia (y de esto hablaremos mucho en este blog señalando, además, a los culpables) y vivimos en el maremágnum anglosajón. Hay gente en la hispanosfera que repite miméticamente que Shakespeare es el mejor dramaturgo de la Historia sin haber visto una sola obra de Lope de Vega…Y así nos va.
A lo que íbamos: es cierto que me interesa mucho la figura de Sherlock Holmes como metáfora de la naturaleza de la literatura y el modo en que se burla, a través de los deseos del público, de la voluntad y el ego del autor. La faceta más dura y cruel de esta realidad es el desinterés. El autor propone: escribe y publica, y el público desdeña su empeño condenándole al anonimato y el fracaso. Sin embargo, el triunfo no deseado es todavía peor. El fracaso es un purgatorio del que acaso con tiempo, trabajo y suerte se pueda salir; el éxito indeseado es un infierno permanente.