
He andado estos últimos días repasando el origen de la minería del carbón asturiana en relación con las necesidades de la Armada allá por el siglo XVIII que, como es sabido, se saldó con un enorme fracaso económico que solo pudo remontarse con el desarrollo del ferrocarril y sus necesidades de aprovisionamiento a mediados del siglo siguiente.
Como es obvio, en el siglo XVIII los barcos eran de vela. El carbón no representaba una necesidad en cuanto combustible como sucedería en el XIX, pero sí resultaba de la máxima utilidad en tareas subsidiarias y secundarias, pero imprescindibles, como las forjas que daban forma y realidad a las piezas metálicas de los navíos, con los clavos a la cabeza de la lista de producción.
Existía a ese respecto un prejuicio heredado del siglo XVII que llevaba a desdeñar el carbón mineral en relación con el vegetal que se estimaba mejor y más eficiente en la producción del calor necesario para la fundición del metal. Con el tiempo, los bosques quedaron esquilmados. Se precisaban enormes cantidades de carbón para atender a las necesidades de la Armada y ello redundaba en un declive imparable de los bosques convertidos cada vez más en páramos irrecuperables. Por lo tanto, a pesar de las reticencias de los expertos, se impuso la necesidad de recurrir al carbón mineral desde la tercera década del siglo XVIII. Producto que, inicialmente, se adquirió en Bristol a unos siete reales el quintal.
Naturalmente, España no podía confiar la construcción de sus buques de guerra a las importaciones desde su máximo rival marítimo, de modo que, aunque el carbón asturiano venía a costar medio real más por quintal que el inglés, se prefirió desarrollar su producción.
Y es en este punto donde empezamos a entrar en materia y a encontrar una enseñanza que trasciende el puro hecho histórico para convertirse en una referencia intemporal sobre las innovaciones técnicas, el progreso técnico y los frenos y limitaciones que el pensamiento y las posibilidades de una época pueden llegar a imponerle lastrando la evolución y llegando a frenar estrepitosamente el avance. Ya vimos algo de esto cuando hace unos meses tratamos sobre el origen de la bicicleta.
En el caso de la minería asturiana del siglo XVIII el factor mental que vino a concluir su proyecto en un auténtico fracaso financiero que redundó en un largo parón técnico, fue, como siempre, el signo de los tiempos, el pensamiento vigente y consensuado entre los expertos del momento combinado con la falta de determinados avances técnicos.
A mediados del siglo XVIII no existía el ferrocarril, lo sabemos. Ni siquiera estaba en ese momento en el pensamiento de nadie y ello representaba una limitación técnica notable.
La extracción del carbón en Langreo y su transformación en coque no presentaron grandes dificultades. Se abrieron minas, se estableció un Alto Horno a orillas del Nalón…El problema radicaba en el transporte del carbón desde su lugar de extracción y transformación hasta los astilleros, especialmente el de El Ferrol, donde debía utilizarse.
Jovellanos, que no fue el menor fautor de esa industria y que ganaría mucho de su prestigio abriendo la carretera que unía Oviedo con León a través del puerto de Pajares, defendía vehemente que el mejor medio para transportar el carbón hasta El Ferrol era la construcción de una carretera que uniera Langreo con aquel astillero. El factor orográfico, las muchas y grandes montañas que sería necesario rodear o ascender en dicha construcción, hizo flaquear su argumentación. Pero había más. En aquel momento lo que verdaderamente gustaba, lo que se consideraba un verdadero avance, vanguardia e innovación eran los canales. Y se contaba, además, con el ejemplo del Canal Imperial de Aragón que había abierto una eficaz vía de navegación y comercio entre Tudela y el puerto fluvial de Zaragoza o estaba a punto de hacerlo.

Por lo tanto, la opción que se impuso fue la fluvial. Se dragó el Nalón y se construyó una flota de cuatrocientas chalanas para trasladar el carbón de Langreo hasta el puerto de San Esteban de Pravia desde donde se conduciría en barcos mercantes de cabotaje hasta El Ferrol para lo cual fue también imprescindible dragar y eliminar la barra de Pravia que, lógicamente, se reproducía periódicamente. Los gastos de todo este proyecto fueron de tal magnitud y la capacidad de transporte de la flota fluvial y de consumo de las fundiciones de Ferrol tan limitados que todo el proyecto se vino abajo en apenas veinte años. Los gastos superaban con mucho a los beneficios y el negocio no se podía sostener. Hacia 1803 la minería en Asturias se había abandonado casi por completo. Luego se recuperó, ya lo sabemos. Pero la anécdota es bien ilustrativa.
A menudo el sesgo del pensamiento aceptado, las ideas de los “expertos” que son prisioneros de su formación obsoleta, aunque prestigiosa y unánimemente aceptada, del dogma en una palabra, y de la rutina lleva a enfocar el desarrollo y explotación de las innovaciones técnicas por caminos tortuosos e inadecuados que conducen al fracaso y retrasan el progreso. El escepticismo y la irreverencia son necesarios. Hay que escuchar a los expertos, pero no aceptar sin más sus opiniones. Los prestigiosos currículums académicos y las exitosas carreras profesionales a menudo son más un freno para la innovación y el progreso que una garantía. La disidencia del sistema debe llevarse hasta ese extremo…no solo hay que desafiar el régimen político, sino todo el edificio mental y dogmático, siempre y en todo.
© Fernando Busto de la Vega.